El banco de ordeñar - Norberto Chavez


Breve historia del sentarse escrita por un testigo presencial

Por aquellos tiempos vivíamos bastante felices, a pesar de lo inhumano que era el trabajo en el campo. Todo era lo que era y no hacía falta inventar nada. Estar en la casa era un gusto: nos sentábamos a la mesa (una mesa), en una silla (una silla) y comíamos la fabada de toda la vida, cada vez con el deleite de la primera vez. Quiero decir: las cosas estaban ahí para usarlas. Mansas. Serenas. Calladas. Y no es que no fueran bonitas; todo lo contrario.

Teníamos noticia, sin embargo, de que en Palacio había una silla muy grande y trabajada en la que sólo se sentaba el Señor. Y que lucía mejor cuando él estaba de pie. Posiblemente aquella fuera la culpable de todos los males que vinieron después. Pero quizá sólo fueran habladurías: a la gente del campo siempre le ha dado por imaginar cosas.

Poco a poco fuimos haciendo algunos dineros y nos mudamos a la ciudad. Eso fue mucho tiempo después. A partir de entonces, estar en casa ya no era lo mismo: la casa ya no era para nosotros sino para la visita y, si querías que no hablaran mal de ti, había que tapizarlo todo. Los brocatos, los terciopelos, los adamascados eran tan indispensables que nos los hacíamos traer desde Oriente. Luego se dijo que aquello fue uno de los motivos del desarrollo del comercio. ¡Vaya uno a saber!

Con mi maldita buena memoria, sentado en aquellos sillones, más de una vez me dije: ¡Si nos viera el abuelo! Pero, con el tiempo, me fui acostumbrando. Era natural que así fuese: todos lo tenían arreglado de esa manera. Bueno, a excepción de los pobres. Pero nosotros hacía ya muchas generaciones que habíamos dejado de serlo. Y los criados nunca nos invitaban a cenar.

En el fondo, cuando venía gente a cenar, lo importante era la comida; pero el vicio de reinventar la silla no nos lo podíamos extirpar. Y quien dice la silla, dice todo lo demás. Cada objeto parecía otro que, a su vez, se parecía a otro. Y a otro. Uno ya no sabía donde estaba parado. O sentado. Las cosas parecían haber cogido como un complejo de inferioridad: siempre intentaban imitar a otra cosa más importante. También se ha dicho que esas costumbres favorecieron a las artesanías y a las industrias. ¡E incluso a las artes! Nunca pensé que nuestros vicios fueran tan útiles al progreso.

Lo cierto es que las cosas fueron a más. La situación llegó a ser prácticamente insostenible. Así que dijimos ¡basta!. Alguno de nosotros intentó recordar y reconstruir las sillas del abuelo, allá en Gijón. Pero no le salía igual. De todos modos, aquél experimento fue como un soplo de aire fresco. Mi cuñado un día llegó a decir en medio de la cena: “¡El ornato es un delito!”. Nos quedamos un poco parados. A la criada casi se le cae la sopera de plata repujada. El insistía con esa idea. Y, para sustentarla, solía citar a un tal Adolf. Llegamos a pensar que era nazi. Pero consiguió convencernos: yo empecé a comprarme zapatos enteramente lisos y a mi hijo le prohibí terminantemente todo tatuaje.

Otra aportación ideológica importante la hizo mi sobrino, stripper pero no tonto. Mientras me mostraba una prótesis de látex hiperrealista que acababa de traer de San Francisco, me dijo que en realidad la forma seguía a la función, y me describió su forma de uso, por supuesto, sin entrar en detalles.

En una línea similar, mi hermano, que era seminarista, nos confió uno de los frutos de sus meditaciones: “¡Lo útil es bello!” Pensamos que se refería a la Caridad; pero no: hablaba de la silla frailera. Por si esto fuera poco, aquel sábado a la mañana, en plena limpieza general, la criada, harta de molduras y madroños, va y grita desesperada “¡Menos es más!”. “Pero aburre”, le espetó mi abuela, que de tan conservadora se había vuelto posmoderna. Despedimos a la criada por haragana minimalista.

A partir de aquel día abandonamos esas ideas revolucionarias que, en el fondo, nos ponían tristes. Hasta mi cuñado —que, como era de Avilés había vivido en Basilea— abandonó su austeridad funcionalista. Y así fue como el abuelo se hundió nuevamente en el olvido. Y volvió cierta alegría. Digamos, cierto desparpajo. Mi primo, que tenía una mueblería me lo aclaró todo. “¡Que te lo digo yo: lo feo no se vende!.” Fue un adelantado. A los pocos años mi mujer apareció en casa con una batidora preciosa (según ella) idéntica a un módulo lunar (aquél de Armstrong). A la cocinera sólo le faltaba amasar con escafandra. A partir de allí comenzó otro delirio. Pues aquello resultó ser contagioso. Las cosas comenzaron a enloquecer, a hablar, a gesticular, a hacerse con la casa. Llegamos a un extremo tal que sentarse era un verdadero sacrilegio: ¡Con lo que me ha costado esa Mendini auténtica, vas tú y la tapas!. A mi me venía a la memoria aquel trono, en Palacio; no sé por qué. Confieso que en casa de mis amigos he llegado a sentirme muy molesto.

Mi cuñada, que como buena provinciana idolatra a Barcelona, trajo de allí un biberón-de-diseño con forma de langostino: ver al niño alimentándose recuerda una escena de Alien. Secretamente, ella cree que, mamando creatividad desde pequeño, de mayor llegará a ser un diseñador famoso. Como buena madre que es, desea lo mejor para su hijo.

Pero, a decir verdad, yo también tenía mis debilidades: siempre quise comprarme aquél exprimidor tan raro, con sus tres largas patas. Tú lo pones en el suelo, lo llamas, “Starky, Starky, ven aquí, ven aquí”, y parece caminar. Como había regañado a mi mujer por el asunto de la batidora, he tenido que reprimir mi instinto lúdico. Lo que me cabrea es que un amigo, soltero, gay e intelectual, se lo ha comprado: lo tiene en un estante de la librería al lado de un libro de Adorno.

Ahora estoy viejo. Pero la memoria sigue sin fallarme. Dicen que a los ancianos sólo les importa recordar lo primero. O sea, a mi abuelo. No consigo olvidarme, por ejemplo, de su banco de ordeñar, aquél de una sola pata que se ajustaba a su cadera con una correa. ¡Un banco de una sola pata! Las otras dos, claro está, eran las de mi abuelo. ¡Vaya capacidad de síntesis!. Bien mirado, aquello sí que era creatividad. Lástima grande el que no lo haya patentado. Hasta es posible que le hubieran otorgado un premio de diseño. Imagino su emoción al recibirlo de manos del Príncipe de Asturias. de FOROALFA.COM

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